Y eso que es mucho decir.
El 10 de enero del año pasado, un niño de 11 años ingresó a su escuela y, tras pedir permiso al baño -todo según los peritajes correspondientes- sacó un par de armas de fuego y disparó contra toda persona que viera, estudiante, maestros, quien fuera. El saldo: seis heridos y una maestra fallecida (que presuntamente intentó persuadirlo), además de que el niño se quitó la vida.
Ha sido mucho lo que se ha hablado desde entonces. Se habla de nexos del padre -padre siempre ausente, al parecer- con el crimen organizado; se ha cuestionado cómo un menor tiene acceso a esas armas de fuego, cómo la familia de él, o de otros niños -algunos al parecer fueron avisados-, no se dieron cuenta de lo que sucedía, y sobre todo, qué lleva a una persona, y sobre todo a una de 11 años a cometer un acto de este tipo.
Mi ciudad -hablemos de región: la Comarca Lagunera, que tiene ciudades de los estados de Durango y Coahuila) fue por un tiempo una de las más violentas del mundo. Por allá a finales de la década pasada vivimos una época de verdadero terror, con tiroteos a plena luz del día o en lugares públicos (a mí me tocó uno justo al lado de mi coche y otro a dos cuadras de mi casa; literalmente, nos tuvimos que esconder en el baño; a día de hoy no me siento muy seguro de salir por las noches), pero este caso es significativo por las connotaciones que conlleva, que nos hace pensar en que la violencia ha permeado muy hondo en la gente, incluso en los más pequeños.
No es tampoco el primer tiroteo en una escuela. Meses antes, si no me equivoco, un estado vecino (Nuevo León) también tuvo un episodio igual de trágico. Aunque la verdad es que esto yo lo suponía como algo que sólo pasaba en Estados Unidos. Éste, claro, quedó sepultado por lo que vino después, la Covid-19.
El 10 de enero del año pasado, un niño de 11 años ingresó a su escuela y, tras pedir permiso al baño -todo según los peritajes correspondientes- sacó un par de armas de fuego y disparó contra toda persona que viera, estudiante, maestros, quien fuera. El saldo: seis heridos y una maestra fallecida (que presuntamente intentó persuadirlo), además de que el niño se quitó la vida.
Ha sido mucho lo que se ha hablado desde entonces. Se habla de nexos del padre -padre siempre ausente, al parecer- con el crimen organizado; se ha cuestionado cómo un menor tiene acceso a esas armas de fuego, cómo la familia de él, o de otros niños -algunos al parecer fueron avisados-, no se dieron cuenta de lo que sucedía, y sobre todo, qué lleva a una persona, y sobre todo a una de 11 años a cometer un acto de este tipo.
Mi ciudad -hablemos de región: la Comarca Lagunera, que tiene ciudades de los estados de Durango y Coahuila) fue por un tiempo una de las más violentas del mundo. Por allá a finales de la década pasada vivimos una época de verdadero terror, con tiroteos a plena luz del día o en lugares públicos (a mí me tocó uno justo al lado de mi coche y otro a dos cuadras de mi casa; literalmente, nos tuvimos que esconder en el baño; a día de hoy no me siento muy seguro de salir por las noches), pero este caso es significativo por las connotaciones que conlleva, que nos hace pensar en que la violencia ha permeado muy hondo en la gente, incluso en los más pequeños.
No es tampoco el primer tiroteo en una escuela. Meses antes, si no me equivoco, un estado vecino (Nuevo León) también tuvo un episodio igual de trágico. Aunque la verdad es que esto yo lo suponía como algo que sólo pasaba en Estados Unidos. Éste, claro, quedó sepultado por lo que vino después, la Covid-19.