Nos topamos ante una encrucijada del destino digital: un receptáculo de contenido cuyo carácter, presumiblemente abochornante, se halla custodiado por un cerrojo tiránico. Para descorrer el velo de este arcano, el sistema nos extorsiona exigiendo una ofrenda escrita, obligando al usuario a exponerse al escarnio público a cambio de satisfacer su baja curiosidad.
Ante tal dilema, la masa social se escinde en dos arquetipos:
I. Los Ilusionistas de la Inocuidad: Aquellos astutos que, dominados por el deseo de observar lo prohibido, redactan galimatías inconexos o frases de cortesía fingida. Su escritura es una mera cortina de humo; fingen desinterés intelectual y disimulan su impaciencia, camuflando su lujuria visual bajo un manto de palabras vacuas para evitar el juicio ajeno.
II. Los Mártires del Pundonor: Las almas trémulas que, paralizadas por el terror a ser juzgadas por el tribunal de la moralidad, prefieren la ignorancia perpetua. Rehúsan estampar su firma en tal lupanar algorítmico, sacrificando el conocimiento de lo oculto con tal de mantener su reputación inmaculada ante la galería.
Y he aquí la ironía suprema: al tejer yo mismo esta prosa rimbombante y excesivamente ornamentada, no hago más que claudicar ante el sistema. Estoy, en efecto, escribiendo una sarta de cultismos innecesarios con el único, vulgar y mundano propósito de que se abra la compuerta y... ver lo que hay dentro.
Un saludo y felices fiestas
